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miércoles, 8 de octubre de 2008

¡y en esta esquina!...


La espontaneidad y la artificialidad en la literatura parecen tener un punto de moratoria en el que muchos escritores y muchas escritoras suelen dividir su pluma. Por un lado, la espontaneidad –que hace referencia a lo sencillo, familiar, natural, franco y puro, entre otras acepciones- rescata los valores propios de la naturaleza en sus múltiples expresiones, alude a la figura humana el centro y medida de todas las cosas. Una posición que no deja cabida a otras extravagancias del arte que corrompan esa concepción. Además, esta corriente, si vale el término, está ligada estrechamente al Renacimiento, una época impregnada de ideas clásicas inamovibles de su estado natural, tiempo en el que la humanidad se dedicó casi por completo al estudio de las letras y las artes. Pero, por el otro lado, está la artificialidad, que propone un valor agregado a las letras, y el arte en general que abone a la belleza del universo. Es como “el arte de crear” con inteligencia y elegancia a través de la poesía, la pintura, la escultura, etc.


Hacia los siglos XV y XVI, el Renacimiento apuntaba a ser una respuesta al oscurantismo que representó la Edad Media respecto de las artes e incluso de las ciencias. En este ámbito es que se propaga la idea de lo natural, de lo no-artificial y sobre todo del antropocentrismo como forma de ver y entender el mundo. Sin embargo, se vislumbran grandes poetas y escritores que hacen uso magnífico de las elegancias del lenguaje para construir un bello universo literario y es aquí donde se encuentran algunas contradicciones, no tanto de la época, sino de algunos autores que proponen la espontaneidad o lo natural, pero en sus escritos utilizan técnicas lingüísticas con el que ensalzan sus letras. Por ejemplo, Gutierre de Cetina (Sevilla, 1520 - México, 1557), apunta en uno de sus sonetos la “barbaridad” con la que un pintor expulsó la belleza la belleza natural de un rostro femenino en su obra. Pero también, en la obra de de Cetina se encuentran innumerables muestras de elegancias en el lenguaje que propician un ambiente no tan “al natural”, no tan espontáneo. En un poema titulado “Al monte donde fue Cartago”, de este mimo autor, se observan asíndeton y epítetos propios de letras elaboradas y no tanto paridas espontáneamente:


Excelso monte do el romano estrago
eterna mostrará vuestra memoria;
soberbios edificios do la gloria
aún resplandece de la gran Cartago;

desierta playa, que apacible lago
lleno fuiste de triunfos y victoria;
despedazados mármoles, historia
en quien se ve cuál es del mundo el pago;

arcos, anfiteatros, baños, templo,
que fuistes edificios celebrados
y agora apenas vemos las señales;


Se puede notar en el primer y tercer verso el uso de los epítetos en la construcción de este poema; también, en el primer verso del primer terceto se observa claramente el empleo del asíndeton. Aunque aquí se debe hacer una inflexión que puede aclarar el uso de ese lenguaje: la época impulsó el estudio de las letras, las artes y las ciencias a su máximo esplendor sin la daga que significa, entonces, el teocentrismo dejado de lado, en primer lugar; en segundo lugar, ese mismo estudio profundizó lo que ahora se conoce como elegancias del lenguaje y que en aquel tiempo parece ser la forma en la que “comúnmente” se escribía e incluso se abordaba a una persona en la calle; en tercer lugar, habría que tomar en cuenta la posición socioeconómica y cultural de estos escritores que se conocen en esta época, no es por gusto saber que Gutierre de Cetina es descendiente de una familia noble y acomodada, por lo tanto, con mayor probabilidad de manejar un lenguaje más elaborado en sus letras y en su vida cotidiana, es decir, como expresión natural y espontánea de su léxico. Aunque se puede comparar la elegancia del poema anterior con otro un poco más sencillo del mismo autor, pero no menos valioso por su lenguaje:


Ojos claros, serenos

Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.


Pareciera entonces, que la espontaneidad supone la mera descripción del arte ya creado: la naturaleza. No es así de sencillo, esa descripción requeriría de un lenguaje amplio que diera todos los créditos atribuibles al objeto, porque no sería suficiente describir a la naturaleza como “bonita”, sino que se debería hacer uso de palabras que den significado a esa belleza. Que pusieran una imagen en la cabeza del lector sobre lo que se describiría. Pero es aquí donde surgen ciertas interrogantes: ¿sería necesaria la poesía si cada quien interpreta espontáneamente lo que le rodea? ¿le tendría que interesar a alguien más lo que yo capto y comprendo del mundo si todos y todas están en esa misma tarea constante? ¿acaso sería más válida la percepción de otro respecto de la mía en esta guerra de espontaneidades? ¿dónde se posicionaría la belleza de las letras si cada quien puede plasmar las suyas espontáneamente? ¿acaso alguien puede juzgar la espontaneidad de otro?


Vale la pena entonces, vislumbrar las cualidades de la artificialidad en el lenguaje, en la construcción de la belleza. Luego de una época en que se estudian a profundidad las artes, surge el arte Barroco, siglos XVII y XVIII, ese espacio en la historia en que se concede permiso a las exageraciones de las que renegó de de Cetina. Ahora, ensalzar la belleza con adornos que acentúen esa percepción es bien visto y promovido. Esto suena a una verdadera libertad, pero se contradice con la espontaneidad. Escribir a sus anchas, pero para transformar lo ya dicho. Se habla ahora de una construcción-de-la-belleza en las letras y las artes en general.


García (2004) en un escrito titulado “Artificio: una segunda naturaleza” cita una definición que diera Sebastián de Covarrubias sobre el término “artificio”:


“Artificio es - dice Covarrubias- ‘la compostura de alguna cosa o fingimiento’. El primer sintagma de la definición remite el concepto al mundo positivo de la habilidad, del conocimiento y, en definitiva, a su raíz etimológica de lo hecho en virtud del arte o la pericia = arte factum, artificium. Pero artificio es también ‘fingimiento’, porque en su fricción irrecusable con la naturaleza de las cosas el artificio puede rozar con la verdad física o moral y dar lugar no tanto al arte como al engaño y a la impostura.”


Es de desatacar la acotación que se hace respecto de esa ambigua definición sobre el término. Por un lado, se reconoce el empleo positivo del conocimiento, pero por el otro se denuncia la ferocidad con la que se puede atacar a las artes. Baltasar de Gracián (1601-1658) es uno de los más reconocidos escritores de la época y que defendió su posición frente al artificio en las letras, alegando que “parte (el artificio) de realida­des naturales para producir otras que no lo son, pero lo hace siempre a partir de reglas y determinismos”. Además sostenía que “[E]l artificio se convierte así para Gracián en la vía de la cultura y el refinamiento, en una suerte… o formación del hombre barroco”. Pero el artificio adquiere, en Gracián, además de un rango antropológico y cultural, una cualidad casi ontológica en el universo humano, procurándole a las cosas un “segundo ser” y añadiendo “un otro mundo artificial al primero”. La compostura, como diría de Covarrubias.


No es de extrañar entonces que dentro de las frases más conocidas de de Gracián se observen ánimos para el artificio, no sólo de las letras, sino de la cosmovisión. Así, se tiene por ejemplo, que decía “[H]emos de proceder de tal manera que no nos sonrojemos ante nosotros mismos.”, una forma de promover el artificio de la persona hacia sí misma. Pero no se puede pasar por este arte barroco y la artificialidad sin mencionar a Francisco de Quevedo (1580-1645), un prolífico escritor que dejó, dentro de su sencillez, una herencia de elegancia y belleza en sus letras. Por ejemplo, se muestra a continuación un soneto titulado “A una nariz” en el que se observan repeticiones anáforas:



Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un pez espada muy barbado.

Érase un reloj de sol mal encarado,
érase un alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón mas narizado.

Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,
muchísima nariz, nariz tan fiera,
que en la cara de Anás fuera delito.


O también, en el segundo terceto del soneto “A la edad de las mujeres” donde aplica la técnica del asíndeton para construir la obra:


y a los cincuenta y cinco echa el retablo.
Niña, moza, mujer, vieja, hechicera,
bruja y santera, se la lleva el diablo.


El artificio puede hacer más bello todo lo que se proponga, pero puede podrir más que la muerte lo que se le cruce. Ese es el riesgo que corre todo aquello natural que promueve la espontaneidad. En verdad, no hay nada más valioso que la libertad en cualquiera de sus recovecos, pero esa libertad bien acompañada con responsabilidad trae mejores frutos y un mayor compromiso consigo mismo; la espontaneidad al unísono con la artificialidad elegante puede entregar letras más bellas y convenirnos un melodioso compromiso con el arte de saber escribir.

La espontaneidad del artificio en la literatura

La espontaneidad y la artificialidad en la literatura parecen tener un punto de moratoria en el que muchos escritores y muchas escritoras suelen dividir su pluma. Por un lado, la espontaneidad –que hace referencia a lo sencillo, familiar, natural, franco y puro, entre otras acepciones- rescata los valores propios de la naturaleza en sus múltiples expresiones, alude a la figura humana el centro y medida de todas las cosas. Una posición que no deja cabida a otras extravagancias del arte que corrompan esa concepción. Además, esta corriente, si vale el término, está ligada estrechamente al Renacimiento, una época impregnada de ideas clásicas inamovibles de su estado natural, tiempo en el que la humanidad se dedicó casi por completo al estudio de las letras y las artes. Pero, por el otro lado, está la artificialidad, que propone un valor agregado a las letras, y el arte en general que abone a la belleza del universo. Es como “el arte de crear” con inteligencia y elegancia a través de la poesía, la pintura, la escultura, etc.

Hacia los siglos XV y XVI, el Renacimiento apuntaba a ser una respuesta al oscurantismo que representó la Edad Media respecto de las artes e incluso de las ciencias. En este ámbito es que se propaga la idea de lo natural, de lo no-artificial y sobre todo del antropocentrismo como forma de ver y entender el mundo. Sin embargo, se vislumbran grandes poetas y escritores que hacen uso magnífico de las elegancias del lenguaje para construir un bello universo literario y es aquí donde se encuentran algunas contradicciones, no tanto de la época, sino de algunos autores que proponen la espontaneidad o lo natural, pero en sus escritos utilizan técnicas lingüísticas con el que ensalzan sus letras. Por ejemplo, Gutierre de Cetina (Sevilla, 1520 - México, 1557), apunta en uno de sus sonetos la “barbaridad” con la que un pintor expulsó la belleza la belleza natural de un rostro femenino en su obra. Pero también, en la obra de de Cetina se encuentran innumerables muestras de elegancias en el lenguaje que propician un ambiente no tan “al natural”, no tan espontáneo. En un poema titulado “Al monte donde fue Cartago”, de este mimo autor, se observan asíndeton y epítetos propios de letras elaboradas y no tanto paridas espontáneamente:

Excelso monte do el romano estrago
eterna mostrará vuestra memoria;
soberbios edificios do la gloria
aún resplandece de la gran Cartago;
desierta playa, que apacible lago
lleno fuiste de triunfos y victoria;
despedazados mármoles, historia
en quien se ve cuál es del mundo el pago;
arcos, anfiteatros, baños, templo,
que fuistes edificios celebrados
y agora apenas vemos las señales;

Se puede notar en el primer y tercer verso el uso de los epítetos en la construcción de este poema; también, en el primer verso del primer terceto se observa claramente el empleo del asíndeton. Aunque aquí se debe hacer una inflexión que puede aclarar el uso de ese lenguaje: la época impulsó el estudio de las letras, las artes y las ciencias a su máximo esplendor sin la daga que significa, entonces, el teocentrismo dejado de lado, en primer lugar; en segundo lugar, ese mismo estudio profundizó lo que ahora se conoce como elegancias del lenguaje y que en aquel tiempo parece ser la forma en la que “comúnmente” se escribía e incluso se abordaba a una persona en la calle; en tercer lugar, habría que tomar en cuenta la posición socioeconómica y cultural de estos escritores que se conocen en esta época, no es por gusto saber que Gutierre de Cetina es descendiente de una familia noble y acomodada, por lo tanto, con mayor probabilidad de manejar un lenguaje más elaborado en sus letras y en su vida cotidiana, es decir, como expresión natural y espontánea de su léxico. Aunque se puede comparar la elegancia del poema anterior con otro un poco más sencillo del mismo autor, pero no menos valioso por su lenguaje:

Ojos claros, serenos

Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.

Pareciera entonces, que la espontaneidad supone la mera descripción del arte ya creado: la naturaleza. No es así de sencillo, esa descripción requeriría de un lenguaje amplio que diera todos los créditos atribuibles al objeto, porque no sería suficiente describir a la naturaleza como “bonita”, sino que se debería hacer uso de palabras que den significado a esa belleza. Que pusieran una imagen en la cabeza del lector sobre lo que se describiría. Pero es aquí donde surgen ciertas interrogantes: ¿sería necesaria la poesía si cada quien interpreta espontáneamente lo que le rodea? ¿le tendría que interesar a alguien más lo que yo capto y comprendo del mundo si todos y todas están en esa misma tarea constante? ¿acaso sería más válida la percepción de otro respecto de la mía en esta guerra de espontaneidades? ¿dónde se posicionaría la belleza de las letras si cada quien puede plasmar las suyas espontáneamente? ¿acaso alguien puede juzgar la espontaneidad de otro?

Vale la pena entonces, vislumbrar las cualidades de la artificialidad en el lenguaje, en la construcción de la belleza. Luego de una época en que se estudian a profundidad las artes, surge el arte Barroco, siglos XVII y XVIII, ese espacio en la historia en que se concede permiso a las exageraciones de las que renegó de de Cetina. Ahora, ensalzar la belleza con adornos que acentúen esa percepción es bien visto y promovido. Esto suena a una verdadera libertad, pero se contradice con la espontaneidad. Escribir a sus anchas, pero para transformar lo ya dicho. Se habla ahora de una construcción-de-la-belleza en las letras y las artes en general.

García (2004) en un escrito titulado “Artificio: una segunda naturaleza” cita una definición que diera Sebastián de Covarrubias sobre el término “artificio”:

“Artificio es - dice Covarrubias- ‘la compostura de alguna cosa o fingimiento’. El primer sintagma de la definición remite el concepto al mundo positivo de la habilidad, del conocimiento y, en definitiva, a su raíz etimológica de lo hecho en virtud del arte o la pericia = arte factum, artificium. Pero artificio es también ‘fingimiento’, porque en su fricción irrecusable con la naturaleza de las cosas el artificio puede rozar con la verdad física o moral y dar lugar no tanto al arte como al engaño y a la impostura.”

Es de desatacar la acotación que se hace respecto de esa ambigua definición sobre el término. Por un lado, se reconoce el empleo positivo del conocimiento, pero por el otro se denuncia la ferocidad con la que se puede atacar a las artes. Baltasar de Gracián (1601-1658) es uno de los más reconocidos escritores de la época y que defendió su posición frente al artificio en las letras, alegando que “parte (el artificio) de realida¬des naturales para producir otras que no lo son, pero lo hace siempre a partir de reglas y determinismos”. Además sostenía que “[E]l artificio se convierte así para Gracián en la vía de la cultura y el refinamiento, en una suerte… o formación del hombre barroco”. Pero el artificio adquiere, en Gracián, además de un rango antropológico y cultural, una cualidad casi ontológica en el universo humano, procurándole a las cosas un “segundo ser” y añadiendo “un otro mundo artificial al primero”. La compostura, como diría de Covarrubias.

No es de extrañar entonces que dentro de las frases más conocidas de de Gracián se observen ánimos para el artificio, no sólo de las letras, sino de la cosmovisión. Así, se tiene por ejemplo, que decía “[H]emos de proceder de tal manera que no nos sonrojemos ante nosotros mismos.”, una forma de promover el artificio de la persona hacia sí misma. Pero no se puede pasar por este arte barroco y la artificialidad sin mencionar a Francisco de Quevedo (1580-1645), un prolífico escritor que dejó, dentro de su sencillez, una herencia de elegancia y belleza en sus letras. Por ejemplo, se muestra a continuación un soneto titulado “A una nariz” en el que se observan repeticiones anáforas:

Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un pez espada muy barbado.

Érase un reloj de sol mal encarado,
érase un alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón mas narizado.

Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce tribus de narices era.

Érase un naricísimo infinito,
muchísima nariz, nariz tan fiera,
que en la cara de Anás fuera delito.

O también, en el segundo terceto del soneto “A la edad de las mujeres” donde aplica la técnica del asíndeton para construir la obra:

y a los cincuenta y cinco echa el retablo.
Niña, moza, mujer, vieja, hechicera,
bruja y santera, se la lleva el diablo.

El artificio puede hacer más bello todo lo que se proponga, pero puede podrir más que la muerte lo que se le cruce. Ese es el riesgo que corre todo aquello natural que promueve la espontaneidad. En verdad, no hay nada más valioso que la libertad en cualquiera de sus recovecos, pero esa libertad bien acompañada con responsabilidad trae mejores frutos y un mayor compromiso consigo mismo; la espontaneidad al unísono con la artificialidad elegante puede entregar letras más bellas y convenirnos un melodioso compromiso con el arte de saber escribir.

martes, 15 de julio de 2008

Ingrid Betancourt nuevamente secuestrada!!!



Recientemente fuimos testigos del "milagro" de la libertad -como si sólo pudiera ser milagro y no simplemente algo dado por la condición de humano/a- de Ingrid Betancourt, sin embargo, algo no ha cambiado tanto: ella sigue secuestrada por ideales políticos, solamente cambió de manos, ahora el presidente Uribe dirige el rumbo de la vida de esta pobre mujer que fue desprendida de su familia, ella no es libre aún.

Comparto la idea de un amigo, ella no ha sido capaz de destapar una lata de coca-cola, no ha visto MTV ni se ha visto en televisión a pesar de ser la noticia del momento, no ha gozado de un parque ni las ternuras de us nieto al que no vio nacer.

Desde el momento de su liberación, Ingrid no ha tenido un momento para gozarla si no está agenado como si se tratara de una "visita oficial de gobierno", le dicen dónde ir, cómo ir -si no veáse el vestuario que ahora utiliza en sus presentaciones en público-, qué decir -atienda el vocabulario militarizado que utiliza para dirigirse a la prensa que la asecha, a quién ver, como si la libertad después de SEIS años de secuestro no fuera suficiente asesora de su destino. Ella, sometida a esas formas en todo este tiempo nada más responde, sigue siendo sujeto de canje, sigue siendo un trofeo.

BASTA YA PRESIDENTE URIBE, DEJELA LIBRE DE UNA VEZ!!!